martes, abril 22, 2008

La burbuja de la aviación


El director de IATA, la asociación que agrupa a la práctica totalidad de las compañías aéreas del Mundo, ha declarado al diario suizo Le Temps que “hay demasiadas compañias aéreas y demasiados aviones nuevos”, en una sorprendente confesión que viene a desbaratar las mismas proyecciones que venía realizando tradicionalmente esta organización en relación con la evolución del transporte aéreo internacional. Así se ha despachado el Sr. Bisignani con el problema que está empezando a suponer para las aerolíneas la insistente tendencia alcista del precio del petróleo y el clima de economía en estado de recesión. Sin nombrarla, ha hablado el director de una burbuja en el sector de la aviación.

Como volvió a reiterar recientemente Christophe de Margerie, el también director ejecutivo de la francesa Total, una de las mayores petroleras privadas del Mundo, “ya no hay más petróleo fácil”. Estamos, en palabras editoriales del mismísimo Financial Times, en la “era del cenit del petróleo”, y los medios especializados dan una cobertura creciente a los que ya vienen advirtiendo desde hace años acerca de lo que hoy nos ocurre, dando espacio a la opinión de inversores como Matt Simmons, Charles Maxwell o el petrolero T. Boone Pickens, que, sin ambages, hablan de cenit inminente, racionamiento y otras perlas que pocos quieren escuchar.

Visto en perspectiva, el sector de la aviación civil tiene unas pocas décadas de existencia, y coincide su explosiva expansión con la era del petróleo a menos de 10$, y una industria que dirigió los esfuerzos de la aeronáutica militar a la del transporte de masas. Esas décadas de la posguerra mantuvieron su vigor inclusive con los periodos de encarecimiento posterior que ha sufrido el crudo en las crisis del 73 y 80. Si el precio barato del petróleo hasta los años 80 venía dado por el dominio productor de los EE.UU. (que fue el primer extractor mundial de crudo durante más de un siglo, hasta esa década) y la creciente cuota de poder de los países de la OPEP, la crisis de los setenta supuso un espaldarazo a la puesta en explotación de la siguiente barrera del petróleo menos fácil de Alaska, las aguas profundas del Golfo de México o del Mar del Norte, amén del creciente papel del petróleo del África Subsahariana y los ya independizados países limítrofes al Mar del Caspio, que incrementaron la oferta de crudo económico. Estas dos décadas de nueva afluencia petrolera, al que se añade la importante afluencia del crudo, hoy en inminente declive, de la Rusia del poscolapso soviético, han alimentado no sólo la burbuja financiera y la globalización, sino también el colosal crecimiento de la aviación comercial.

Chicago Tribune se preguntaba seriamente si no estaríamos viviendo ya hoy el final del precio barato de las tarifas en el transporte aéreo. El panorama de fusiones empresariales y renqueante adaptación a la creciente factura del queroseno, unido a la palpable desaceleración del consumo, invitan a pensar en el hecho paradójico – que, sin embargo, sigue una lógica aplastante – de que sea precisamente esta etapa del bajo coste – que ha popularizado entre los más pudientes el consumo de aviación – la que presida el comienzo de un más que probable estallido de la burbuja de esa industria. Hay aviones mucho más eficientes, y más personas que nunca viajando en aeronaves amortizadas. Los más poderosos hacen planes para ampliar sesudamente el transporte aéreo, símbolo indudable de ostentación y dominio. De hecho, el incremento de las desigualdades a nivel internacional, en un Mundo que empieza a desesperarse para conseguir alimentos, tiene en el esplendor del transporte aéreo una de sus fulgurantes constataciones.

Sin embargo, el 100% de la aviación funciona porque hay petróleo accesible. Por eso es lógico que el Director de la IATA hable de excesos en el sector, ya que, como dice The New York Times, estamos ante un Mundo con sed insaciable de petróleo, y ante la evidencia, por otro lado, de que buena parte de los grandes yacimientos que nos sacian están en declive, atisbándose más pronto que tarde el fin del petróleo barato. Tiempos de estallido de burbuja y aterrizajes involuntarios, pues, los que parece habernos tocado vivir.

viernes, abril 11, 2008

Fe y futuro económico




Es curioso (e inquietante) que quienes antes nos hablaban de suave desaceleración no vean hoy sino problemas, pero más delirante es que los mismos que ahora logran ver agujeros negros – cuando ya estamos virtualmente en ellos – atisben ya, sin explicarnos porqué, una salida mágica al atolladero, por obra de los milagrosos ciclos del mercado. Suponemos que habrá que empezar a desconfiar de quienes se mostraban ufanos calificando de agoreros a quienes advertían del advenimiento de la situación de crisis, llegan despúes tarde a los diagnósticos y análisis de la misma, y, por último, transmiten ciega confianza en las maravillas maravillosas de los designios del mercado para recuperarnos de los problemas (problemas que, evidentemente, aún no están ni siquiera comenzando a sentirse verdaderamente en las economías ricas). Como explica Marcel Coderch, estamos ante actos de fe, y el fundamentalismo que criticamos para otros se impone aquí, con poco margen para la discordia, so pena de ser expulsado de los templos sagrados del análisis y prospección económica.
Es normal, por otro lado, que se yerre en los análisis cuando se parte de supuestos que, cuando menos, podríamos calificar de dudosamente anclados a la realidad. Como rezaba recientemente un artículo del profesor Robert Nadeau, en Scientific American, las bases teóricas del pensamiento económico neoclásico que hoy preside las decisiones más importantes sobre el uso de los recursos, las políticas monetarias, etc. tienen su fundamento en una interpretación errónea del concepto económico de utilidad, que los economistas de mediados del S. XIX quisieron identificar miméticamente con el principio de conservación de la energía expresado por el físico Hermann-Ludwig Ferdinand von Helmholtz, principio según el cual la energía ni se crea ni se destruye, sino que se transforma. Y es que este axioma es, a su vez – pero esto último fue ignorado por los teóricos economistas neoclásicos -, complementario con la formulación de la segunda Ley de la Termodinámica, que establece que en esos procesos de transformación siempre hay disipación, pérdida de “calidad” en forma de calor, que es en sí mismo una manifestación de energía, sí, pero inhábil para la realización de trabajo y, por tanto, “no útil” para generar valor en el ámbito de la economía.
La economía dominante – no así los economistas ecólogos, como el eminente Georgescu Roegen, que advirtió hace décadas del extravío del análisis que se estaba realizando –, entonces, obvió la segunda Ley de la Termodinámica (Ley de la Entropía) concibiendo, ¡como se sigue enseñando en las facultades!, el ciclo económico como un flujo circular, cerrado y perfecto de inversión, producción y consumo, sin pérdidas. Esta percepción no es real, porque en la vida el tiempo cuenta, nada pasa en balde, y cada vez que transformamos algo, disipamos, en forma de residuos y calor, algo que sale del circuito de la utilidad. De ahí la insistencia de los conocedores de los límites físicos en la conservación, el ahorro e, inclusive hoy, el decrecimiento, para evitar el agotamiento de la calidad de los materiales y recursos energéticos finitos.

Claro está que la visión expresada por estos economistas más realistas exigiría renunciar al crecimiento exponencial como objetivo sagrado de la política. Y bien es cierto también que la organización socioeconómica actual necesita de ese falseado marco teórico para justificar sus decisiones imposibles, aunque sea evidente que el destino final de ello es el colapso y ajuste pertinente. Lo peor, con todo, ya no es que los economistas convencionales prediquen, oráculo en mano, crecimientos infinitos en un Planeta finito, ignorando leyes de la física con más de 150 años de vigencia.; es más preocupante que la soberbia incontinencia implícita en ese planteamiento expansionista haya inundado el pensamiento mayoritario de la sociedad, que ha pasado vertiginosamente de enfundarse en actos de contricción – hoy denostados como fruto de la represión y el ostracismo – al asalto de la insatisfacción y la avaricia como leitmotif de una generación que se está dando de bruces con la penitencia que traen todos los excesos.