viernes, septiembre 07, 2007

Fuego e incendios reparten lecciones en Canarias: análisis y propuestas para los tiempos de crisis


- Primera Parte: el episodio del incendio, como muestra de saturación y resolución brutal de los conflictos.
- Segunda Parte: ¿Cómo gestionar un monte en tiempos de crisis?

Introducción: los incendios forman parte de las tragedias que han estado siempre presentes entre nosotros, por diferentes motivos. La lucha consiste en propiciar las condiciones para evitar que se produzcan y que, si se producen, la extinción sea lo más óptima posible, causando los daños menores. Los incendios de julio y agosto de 2007 en La Gomera, Gran Canaria y Tenerife avivan el necesario debate.

El marco son las islas occidentales del archipiélago canario, y Gran Canaria. Los actores, una población de cerca de dos millones de habitantes. La escena se desarrolla en tiempos turbulentos, y con perspectivas más que preocupantes, lo que debemos abordar para poder prever y planificar realmente con la perspectiva de conservación de masas boscosas esenciales para varias funciones naturales sin las que la supervivencia en esas islas sería muy dura.

Primera Parte: el episodio del incendio, como muestra de saturación y resolución brutal de los conflictos.

1. El origen: el hombre está detrás de la práctica totalidad de los incendios graves, bien de forma intencionada, o por abandono de materiales inflamables, etc. Las condiciones metereológicas de extrema sequedad, altas temperaturas y altos vientos favorecen su propagación, no así su origen, en la inmensa mayoría de las ocasiones. Importantes estudiosos del clima en Canarias nos advierten que una de las consecuencias del cambio climático será el del incremento de las temporadas de calor, calima, disminución de la humedad, etc. Cualquier factor climático que suponga el incremento de las temperaturas, de origen antrópico o natural, añade un factor de riesgo que es preciso tener en cuenta en el futuro, porque es un caldo de cultivo más propicio para episodios de vandalismo incendiario.

2. La autoría: en el incendio de Gran Canaria, un trabajador de carácter temporal en una empresa con labores relacionadas con la protección forestal, es el autor confeso del hecho. En Tenerife, se sospecha, entre otras personas, de habitantes de la zona, en este caso la zona de Los Campeches (Los Realejos), donde se registran con mucha frecuencia conatos de incendios intencionados. En otros casos (incendios de Galicia), también se relacionan estos factores (conflictos con trabajadores eventuales relacionados con la gestión forestal y habitantes de zonas rurales habitadas colindantes con el monte).

3. Reconocer los conflictos: Es preciso reconocer la existencia de dos conflictos que se encuentran en el origen y autoría de un importante porcentaje de incendios, en este caso en el origen de los que se analizan de Gran Canaria y Tenerife: el existente con los trabajadores temporales de “medioambiente” y con los habitantes de las zonas rurales. Sin afrontar la constatación de estos hechos, difícilmente podemos intentar neutralizar los mismos. Es evidente que pueden y, de hecho, existen otras causas: descuidos, quemas descontroladas, pirómanos patológicos, etc. que también se analizan más adelante, pero la intencionalidad o despecho es un factor de enorme riesgo, en proporción, dado que éste se hace con conocimiento del daño que se causa, y buscando “optimizar” el hecho delictivo para causar algún efecto.

4. Eventualidad del trabajador de medioambiente y causalidad del incendio: Evidentemente, la inmensa mayoría de los trabajadores relacionados con la prevención de incendios, guardan un comportamiento coherente con su labor. Hablamos, pues, de una trágica excepción, pero que es perceptible en el comportamiento de algunos trabajadores, que reclaman de esta manera una estabilidad en sus empleos. Su razonamiento indicaría que se justifica una mayor estabilidad en el empleo si existen suficientes incendios, o conatos de los mismos. Podríamos decir que esa lógica empleada guardaría cierta “triste coherencia” por cuanto parece lógico incrementar la dotación de medios humanos y materiales en una zona cuando existen mayores riesgos de incendio. No es descartable, pues, que se actúe así, y que esta situación suponga un riesgo efectivo para la propagación de incendios. El espinoso asunto de la relación entre trabajo y provocación de incendios o estragos no es nuevo en los ámbitos laborales, y es preciso convivir con este fenómeno, analizándolo e intentando conocer su origen para combatirlo. Sería un error, insistimos, evitar hablar de ello.

5. Evidentemente, no es justificable en ningún caso la actitud de provocar un daño ilegítimo a la comunidad debido a la situación de inestabilidad laboral de una persona. La legislación arbitra mecanismos de conflicto colectivo y otras de dimensión más política, para abordar los problemas del desempleo, precariedad, etc. Sin embargo, conviene que tengamos en cuenta este factor que podemos considerar de “desrregulación” de los mecanismos de control sociales para abordar una situación. La situación de una persona en desempleo es, en algunos casos, motivo de desesperación personal. Añadir a ello que pueden confluir presiones familiares, inestabilidad emocional, problemas psíquicos, y un conjunto de elementos que acompañan una situación de exclusión social como es la del desempleo. El recurso al daño es una salida desesperada y fatal, en primer lugar para la próxima persona. Pero no vemos aquí el aspecto relacionado con la causa “personal”, sino con el entorno social que es más permeable a vivir situaciones como la ocurrida en el caso del incendio de Gran Canaria. Podemos calificar la situación de personas de este tipo de “desarraigo”, lo que “relaja” los mecanismos de control social habituales que condicionan el comportamiento de una persona en el ámbito comunitario. El desarraigo puede venir motivado por la “institucionalización” de una relación, como es el caso: un vecino de una zona rural se encuentra vinculado económicamente a una institución o empresa mediante una relación laboral en la que su mantenimiento podría requerir la existencia de incendios: el que esa persona se mantenga en el puesto de trabajo, al parecer, depende de que siga existiendo el riesgo y éste se manifieste de forma concreta. El “beneficio” particular que percibe el incendiario no deriva de un monte incólume, sino de un monte en riesgo visible, esto es, al menos con conatos de incendios. No debemos desdeñar este divorcio de funciones y tareas realizadas, que pueden entrar en colisión con la verdadera tarea de cuidado del monte, como objetivo social. Si se extiende la impresión de que más incendios supone más empleo, ¿por qué no incendiar más?, se preguntarán los desalmados, no únicamente reducibles con la persecución policial. Por lo tanto, el camino para intentar reducir los riesgos debe tomar en cuenta estos aspectos; no para ceder al chantaje de los pirómanos, sino para intentar destruir el vínculo de “desarraigo” entre estas personas y la comunidad a la que pone en riesgo global por su actitud. No puede ser que existan personas que se beneficien del incendio de un monte, a ningún nivel.

6. Habitantes de zonas rurales y causalidad del incendio. El proceso de “desagrarización” vivido en Canarias en las últimas décadas, así como el gran crecimiento de la densidad poblacional, también a simple vista en las medianías insulares en contacto con el monte, ha transformado por completo las relaciones de los habitantes contiguos al mismo. Estamos ante una rotura progresiva de vínculos de conocimiento del medio forestal por parte de la población cercana, ya no digamos de la urbana; como se ha repetido en los análisis de las causas de su rápida propagación – además de los motivos puramente metereológicos –, el monte está “abandonado” en lo que respecta a su gestión. En general, el habitante de esa zona vive de espaldas al monte, y lo usa en muchas ocasiones como “recurso paisajístico” que valoriza su inmueble, más que como zona de obtención de materias primas para su vida cotidiana (leña, pinocha, alimento para el ganado, resina, etc). La práctica agrosilvopastoril en las zonas de monte era habitual hasta el desarrollo extensivo del modelo actual de empleo en otros sectores económicos y el abandono casi total de la actividad económica de subsistencia en las pequeñas parcelas y núcleos poblacionales de las zonas perimetrales al bosque. Así pues, nos encontramos ante una situación de nuevo “desarraigo”: el nuevo habitante de la zona, normalmente, no depende del buen estado del monte para el buen estado de su actividad económica vital, lo que ha degenerado en un divorcio entre ambos espacios, sin embargo más unidos que nunca debido a cómo han prodigado en algunos casos los asentamientos dispersos en zonas aledañas al monte. Esta relación conlleva necesariamente más conflictos que la que se establece entre un vecindario que precisa, para sus ingresos económicos, del buen estado de las zonas forestales. Evidentemente, no implica una salvaguardia total, porque el desaprensivo siempre puede actuar, pero la vinculación económica “arraiga” más al poblador con su medio, y aleja más, en última instancia, la consideración del monte como algo ajeno y, por tanto, desvalorizado.

7. De defensor del monte a desalojado. El episodio de los incendios nos ha traido imágenes de importantes desalojos de personas de las zonas cercanas. Según se ha recordado en las fechas posteriores al fuego, antiguamente al toque de la campana se concentraba la población local para acudir al monte a apagar un incendio que se produjera. Hoy se ha “profesionalizado” la lucha contra el fuego, algo por otra parte coherente con esa responsabilización colectiva de la gestión de los espacios verdes. Es de destacar algún incidente entre quienes querían defender con sus medios – y, entre ellos, suponemos que algunos con experiencia y otros con menos - sus inmuebles y fincas y la autoridad competente, que priorizó evitar daños personales, lo que finalmente se consiguió al no existir pérdidas de vidas humanas o heridos graves en el pavoroso incendio. La excitación y tensión propia de un episodio de incendio desata culpabilizaciones diversas sobre el papel de la población y las autoridades en este encuentro. Tiene mucho interés analizar aquí esta cuestión. Podemos afirmar que, pese al desarraigo existente, conocen mejor el monte de la zona sus habitantes, que quienes no viven junto a él. También conocen mejor los vientos, la cercanía de tal o cual peligro, etc. Por otro lado, es cierto que multitud de personas que ahora viven cercano al monte, son ajenas al mismo en buena medida, lo que dificulta sobremanera el criterio de actuación, y hace importante el riesgo, que la sociedad no tolera: ¿son los habitantes cercanos ayuda o peligro en la extinción de un incendio? En todo caso, podemos decir que la lógica nos llevaría a decir que es preferible que la población cercana al “riesgo” tenga conocimientos y actitudes activas en torno a la defensa de un entorno más familiarizado para él que para otros, a veces inclusive para los mismos retenes que provienen del exterior, que necesariamente no pueden conocer cada entresijo de las zonas cuyo fuego van a atacar. Pero también es cierto que la relación que antes se tenía con el verde derivaba de la necesidad de recorrerlo para realizar labores relacionadas con su práctica cotidiana de agricultor, ganadero o acaparador de leña, y que ésta prácticamente ya no existe, por lo que el habitante colindante con el monte, en muchas ocasiones, puede ser un extraño al mismo.

No significa todo esto, indudablemente, que se pueda dar carta blanca a una práctica de gestión del monte que no contemple el interés general: masa forestal adecuada, capacidad de recarga del acuífero, conservación general del suelo, etc. Buscar la compatibilidad de ambos intereses y, sobre todo, recrear de nuevo el interés por la economía agraria autónoma, forma parte de la prioridad para intentar atajar el drama de un incendio.

8. Parece deseable recuperar una relación de utilidad y relación constructiva entre quienes viven cercanos al medio forestal y los hoy responsables de la gestión del mismo. La situación de conflicto no se soluciona únicamente con excluir a una de las partes de la gestión, y parece claro que una de las partes implicadas en un incendio es quien convive con el monte donde éste se produce. Claro que esta recuperación de la relación habitante aledaño al monte – cuidado del monte, no se realiza por mandato gubernativo. Debe percibir éste que mantener el monte gestionado para que tenga menos riesgos es beneficioso para él y para la sociedad. ¿Cómo hacerlo? Creo que el criterio de utilidad es importante. Como sabemos, la existencia de monte facilita la existencia de recarga del acuífero, lo que beneficia directamente a toda la población. Este beneficio es percibido sólo parcialmente, y de forma diferida, al extenderse la larga intermediación entre el productor y el consumidor del agua. También sabemos que la existencia de monte actúa como sumidero de carbono para las emisiones de C02, por lo que tener menos monte incrementa, a nivel global, la incidencia del cambio climático. Pero esta perspectiva, obligada en un modelo de gestión global, no es percibida directamente por el habitante de la zona, aunque se vea beneficiada por ello. Los motivos anteriores son, junto al valor per se del espacio, suficientes para garantizar, a nivel colectivo, la protección del espacio. Pero, además, se debe promover el “uso apropiado” del espacio de monte de forma corresponsable con sus habitantes. Ese uso apropiado debe nacer de la necesidad de que éste no se queme, y no al contrario. La regla debe ser: si se quema el monte, pierde más quien más depende de él, además de perder todos, evidentemente. Crear dependencia de un recurso es una buena regla de funcionamiento para tener más eficacia en la gestión de un recurso: nos obliga a la diligencia y al control social, y es un gran censurador de comportamientos que pongan en riesgo esa dependencia. La forma más directa de realizar esto es que exista una necesidad económica directa de mantener el monte en buenas condiciones, y no meramente de que no se incendie: se precisa que sea útil para el habitante, y que forme parte de su modus vivendi: se ha hablado largo y tendido de la existencia de “oficios tradicionales” (carboneo, ganadería, recolección de leña, uso de la madera para materiales, etc) que intervenían, no sin regulación, en la gestión del monte. ¿Es posible recrear esos escenarios en la realidad actual?

9. Uso tradicional del monte y gestión forestal. La pérdida de conexión económica con el monte ha llevado a una profesionalización externa de su mantenimiento. Hay motivos para ello: la gran presión poblacional, el abandono del tratamiento tradicional silvícola, la creciente valoración del monte como un bien de protección social, la sensación del crecimiento de la incidencia devastadora del incendio debido a numerosos factores, etc. La profesionalización, debido a diferentes motivos, se ha centrado tanto en la prevención como en la gestión del siniestro, aunque quizás podamos ver mayor hincapié en este último aspecto, como se verá más adelante. Depende de sus dimensiones una gestión más o menos eficiente, aunque normalmente se hace pivotar el éxito de una gestión únicamente sobre estos medios. En su intervención, destacan profesionales importantes en todos los niveles de operatividad. Sin embargo, en toda gestión de crisis, el papel del “implicado” más directamente, del que sufre en su propia piel el problema, es importante: lo que ha ocurrido es que actualmente, éstos han pasado a ser “objetos de gestión pasivos” y “beneficiarios de ayudas posteriores”. Como ha ocurrido en otras circunstancias (riadas, oleajes en la costa, etc.), las “víctimas” son fruto de la objetivización del riesgo independientemente de su papel en el conflicto, lo que tiene repercusiones negativas. Básicamente, estimula la “irresponsabilidad” social en torno al riesgo. Se dirá: “qué más da dónde coloque mi casa: existen medios expertos para ello”, o ni siquiera se contempla el riesgo de la propia actividad, y acto seguido se exige más eficacia a los siempre insuficientes medios de extinción o emergencia. Se pasa de la consideración de “habitante corresponsable” de la gestión a “cliente” de los servicios de emergencia. Así, es posible ver a personas habitantes de la zona que pretenden ayudar a apagar un fuego, sin conocimientos previos y sin preparación ni experiencia al respecto; otros, que construyen en zonas de alto riesgo, con la tolerancia oficial, cercano a zonas forestales, cauces de barranco, etc. sin valorar los riesgos; quienes no limpian el entorno de sus fincas o inmuebles, porque “esa es una tarea de los de medioambiente”, o porque han abandonado su actividad tradicional y no existe relevo generacional.

Esta forma de generación de la dependencia de los servicios institucionalizados de gestión del riesgo, no es sostenible, más aún sin la implicación del “arriesgado”. Difícil será corregir riesgos de aluvión si se construye en zonas de alto riesgo de aluvión; difícil será mejorar la extinción de un incendio, y prevenir su extensión, si no se cuenta desde el primer momento con la implicación local y, al contrario, si el que habita en esas zonas, es víctima y no colaborador. Entre otras ventajas, la presencia del habitante de la zona afectada ofrece una cercanía imposible con otros medios, dada la extensión de la superficie a proteger. En los momentos iniciales del fuego, esta cercanía puede ser fundamental para colaborar.

Como decimos, para “colaborar”, lejos de llamamientos altruistas, siempre vinculados a la voluntariedad y, por tanto, no seguros en su grado de implicación, se precisa tener interés en hacerlo, y una salida para ello es el “interés económico” en mantener un monte sin fuego. Ese interés no surge espontáneamente, sino que se corresponde con una actividad permanente de convivencia con el entorno.

Esta regulación de actividad no surge, tampoco, por mandato legal, sino que es fruto de una reestructuración de las relaciones socioeconómicas del entorno. Aquí chocamos con la visión instaurada, hoy popularizada, de “soluciones técnicas” al problema que se aborda, entendiendo por éstas las soluciones “complejas”, fundamentalmente que provienen del “exterior”. No sólo es cuestión de reparar el status quo anterior, sino de revisar el modelo. ¿Se afronta la cuestión de la prevención y lucha contra incendios con más medios materiales y humanos profesionalizados? Si es así, es prudente tenerlos a mano. Pero, ¿es suficiente? ¿es sostenible? Olvidamos en ocasiones que el análisis de las situaciones y sus perspectivas no pueden ser estáticas, y tener en cuenta la evolución de las variables que en ella intervienen. Lo veremos más adelante.

Aquí consideramos justo hablar de la recuperación de la función económica del habitante cercano al monte, como habitante de la zona, y no solamente como residente ocasional en la misma. La carga de responsabilidad que se deriva de esto es grande, y puede existir un rechazo social a la misma. Dirán los afectados, ¿por qué yo sí responsable de la gestión del monte, y no quien resida en un barrio capitalino? Y tendrá parte de razón. De hecho, así se actúa hoy. Al no existir una vinculación entre lugar de residencia y lugar de desarrollo de la actividad económica, existe una cierta indiferencia hacia el espacio donde se encuentra la casa. Hoy se vive aquí, pero se trabaja allá. Muchos ya han detectado desde hace mucho tiempo que esta situación genera importantes problemas sociales de integración, soledad, desarraigo, pérdida del sentido de comunidad, etc. Pues bien. Lo mismo ocurre en el caso del monte y su cuidado.

Defender más activamente y de forma más útil el monte y las zonas agrícolas y ganaderas colindantes, por parte de los habitantes, pasa por que éstos vivan la necesidad e interacción con él. Pasa por tener agricultores/as y ganaderos/as activos en la zona, que tengan en esa actividad y en otras de aprovechamiento agrosilvopastoril, el medio de su sustento. Su intervención sería fundamental para la limpieza de maleza, de forma ordinaria, las labores de advertencia pública del estado del monte y sus riesgos, la recogida de combustible, etc. Su conocimiento del lugar en concreto es importante, porque la orografía diversa juega un papel muy importante para abordar la gestión de un riesgo.

Evidentemente, el abandono de la actividad del sector primario ha reducido a la marginalidad esta labor, a favor de otras actividades económicas, especialmente la economía de servicios y la construcción, que requieren desplazamientos de la zona de residencia. Pero la vuelta a la vinculación trabajo rural/cuidado del monte es una tarea pendiente, y de mucha importancia, para abordar las situaciones de riesgo como el caso de los incendios. Sin esa vinculación, podemos considerar coja cualquier estrategia de lucha contra los incendios.

10. Los medios tecnológicos, y los medios operativos. El “gran hermano” que todo lo puede. La dimensión “tecnológica” está muy presente en nuestro imaginario colectivo. En dos acepciones: como instrumental mecánico, y como instrumento de operatividad y gran eficacia. Por un lado, se considera la virtud de los grandes artilugios – aquí la estrella suelen ser los grandes helicópteros – como salvaguardadores del medio natural; por otro lado, se confía en la “tecnificación” de los conocimientos y en la gran gestión operativa, estructurada en una pirámide de mandos que desvía recursos de un lado a otro, según las necesidades. En el primer caso – las máquinas –, su carácter necesario no se obvia aquí; simplemente se puede considerar que se sobredimensionan sus posibilidades en la lucha contra el fuego, sobre todo en determinadas condiciones como las ocurridas: velocidad de los vientos, orografía compleja, abundancia de combustible que permite la rápida propagación, etc. Sin embargo, su carácter espectacular y el ser un “recurso fácil” para evidenciar la lucha contra el incendio, independientemente de su eficacia final en cada caso, motivan el intento de su constante ampliación por parte de las autoridades (aunque este fenómeno conviva con la obsolescencia de otros medios – por ejemplo, vehículos – probablemente más útiles). En el segundo caso: organización para la extinción, se hace recaer en una determinada cadena operativa la decisión sobre qué hacer con los recursos existentes. Su también carácter necesario, sin embargo, puede topar con sus posibilidades reales de gestión: multiplicidad de focos, velocidad de propagación, dificultad de “presencia permanente” en el monte, número de efectivos en cada zona; etc.

Por un lado, se trata aquí de desmitificar la labor de “extinción” sin labor previa de prevención. Una vez se dan determinadas condiciones, parece claro que una mucho mayor presencia de medios puede paliar algo, pero no remediar buena parte de la catástrofe. ¿Por qué? La prudencia y prevención de riesgos para las personas exige retirarse de las zonas más virulentas que, si además son propicias para la extensión del fuego, se extienden sin problema más allá.

11. El “gran incendio forestal” y las limitaciones técnicas y políticas: la culpabilización como norma. Es preciso reconocer que, en un bosque repleto de combustible, con escasez de medios de control in situ – social y de personal profesional especializado -, con alta presión poblacional alrededor, intereses inclusive en su combustión, y factores metereológicos muy adversos (vientos, humedad baja, altas temperaturas), el control operativo del mismo, una vez iniciado, es complejo y tarea harto difícil. Por lo tanto, la culpabilización sobre falta de coordinación, insuficiencia de medios, etc. en las labores de extinción debe valorar la dimensión del daño que se pretende atajar y las condiciones de propagación. No significa exculpar de responsabilidades, sino probablemente hacerlas colectivas, no para diluirlas, sino para buscar la implicación del conjunto de la sociedad. Existe la tentación de hacer recaer en los gestores políticos y técnicos la exclusiva responsabilidad de lo que ocurre. Es una norma de comportamiento genérica, y no única en el tema que abordamos. Forma parte de una estrategia – probablemente inevitable ante la complejidad social – en la que se otorga la labor de “control” de lo que ocurre a algunas partes de la sociedad, especialmente los “políticos”, que se convierten en los receptores de los parabienes y también de las críticas por lo que se hace o se deja de hacer. Sin embargo, el problema de este enfoque es que se estimula la “irresponsabilidad” social ante un problema, que se considera ajeno, y se deriva hacia los “especialistas”, “que para eso pago mis impuestos”. Como antes hemos dicho, esta visión puede perjudicar más que beneficiar la mejora en nuestra relación con los recursos naturales. Debemos ir hacia modelos que compartan responsabilidades, y que estimulen la autorresponsabilidad, porque esa estrategia de compartimentar obligaciones no obtiene el éxito esperado.

Al parecer, en el incendio, la labor “a pie” es fundamental para atajarlo, lo que añade un componente de “dimensión humana” ante las pretensiones de falsa tecnificación del proceso de prevención y extinción.

12. La “resiliencia” de un modelo de gestión forestal: La resiliencia, que aquí entendemos como la capacidad de un modelo de soportar “shocks”, se aborda con múltiples actuantes y estrategias, intentando recobrar las funciones de gestión y protección más amplias posibles en el monte. Si falla un sistema operativo determinado, estará el grupo de vecinos usuarios del monte cercano al problema; si no llega a tiempo la extinción, habrá un monte más limpio donde no se propague tan rápido la maleza. Si el dispositivo llegado de otra zona no conoce bien el monte, siempre habrá quien, cercano a la zona, le guíe por él. Si el monte se encuentra fuerte y con una densidad adecuada, soportará mejor el fuego que el monte repoblado y abandonado posteriormente, débil y con exceso de densidad de pinar.

Proponemos que exista una revitalización de la economía agraria y ganadera de la zona, y que se recupere “de manera natural” la necesidad de tener un monte limpio y útil para la población mientras esté vivo, y no cuando se queme. Unido a este sistema, es necesario el despliegue de personal forestal que, zonificado y cercano al lugar, dependa de que el monte quede vivo y útil, durante todo el año. La vinculación crea resiliencia, y previene más riesgos de los que provoca, lo contrario al “desarraigo” como fórmula de organización social.

13. El “cheque” de la ayuda y el “empleo vinculado al fuego”: tras el incendio se ha estimulado una política de pagos de cheques por los daños sufridos, reparación pública de zonas privadas, así como de pretensión de contratación de personal vinculado a la zona quemada. Evidentemente, es una obligación social andar en ayuda del que sufre un grave percance de este tipo. Sin embargo, debemos anotar la imperiosa necesidad de que no se instale en el insconciente colectivo la vinculación del concepto de “daño catastrófico” con el de “reparación inmediata” o, según qué casos, beneficio de algún tipo, aunque esta idea ya funciona naturalmente en una sociedad que deposita en el poder sus ansias de mejora individual y colectiva. Independientemente de las alternativas que se escojan, que deben incidir en la prevención del fenómeno a través de las fórmulas planteadas, es un riesgo importante “monetarizar” de forma permanente las consecuencias del incendio. Más que pagar por reparar, ayudar físicamente a reparar; más que emplear para reparar, vincular actividad económica durante todo el año con la conservación y no con la reparación de lo que previamente se ha incendiado. Evidentemente, la situación actual obstaculiza cambiar este modelo de gestión, pero se debe intentar dejar de identificar el riesgo con la circulación monetaria, porque puede generar un peligroso círculo vicioso que perjudique la conservación del monte, y asocie destrucción con remuneración.

14. Personal forestal de medioambiente, vinculado a la zona y en contacto con la protección local del monte. El personal forestal es alguien encomendado por la comunidad para afrontar la conservación e intentar disminuir los riesgos del monte. Este personal debe compartir los conocimientos de la zona, conocer a quienes se desplazan en ella, y generar consenso social sobre los aprovechamientos en el monte, estimulándolos. Tiene enorme importancia su existencia, y más aún su existencia cercana. No es tarea fácil la encomendada, en absoluto, y requiere algo más que la dedicación estrictamente horaria, y más que una simple presencia testimonial. Evidentemente, hablamos de quienes se integren en la zona en sus cuatro estaciones – el fuego del verano se apaga en invierno, como se ha dicho en tantas ocasiones-, con un perfil que no se obtiene de inmediato, sino promoviendo una cultura de “vuelta” a la conexión entre el forestal y el habitante de la zona rural. Recrear todo este escenario es importante, al tiempo que complejo, y requeriría modificaciones normativas y económicas que estimularan esa situación. La labor de prevención forestal requiere de estabilidad, colaboración con la corporación local y sus vecinos, conocimiento a pie de la zona, suficiencia de personas, y cierto nivel de altruismo, que distinguirá al buen del insuficiente trabajador forestal.

15. Infraestructuras y catástrofes: el talón de aquiles del modelo: en el incendio han quedado dañados tendidos eléctricos, conducciones de agua, cultivos, etc. Las pérdidas se reparan con recursos, y estos recursos no son infinitos, ni su reparación es fruto de la casualidad. Veremos ahora que la “era de la escasez creciente” pondrá en cuestión en el tiempo la posibilidad de reparar lo dañado con la prestancia a la que nos hemos acostumbrado en los últimos años.

Conclusión: el episodio del incendio es una muestra de saturación y resolución brutal de los conflictos existentes. Los elementos determinantes en este conflicto son: gran presión y densidad poblacional; abandono del sistema habitual de gestión y “control” del monte; dependencia de medios especializados para la prevención y extinción, etc. El fenómeno del incendio catastrófico es un desencadenante, muestra de debilidades, y es un ajuste a un nivel más “tolerable” para el sistema, dado que no puede mantener la situación anterior. Incluimos aquí el comportamiento humano de los incendiarios, que no son sino el resultado de condicionantes sociales y económicos, que promueven actitudes y disminuyen mecanismos sociales de control.

Segunda Parte: ¿Cómo gestionar un monte en tiempos de crisis?


Introducción:

Nos adentramos en la “era de la escasez”. Los recursos naturales no renovables no son infinitos, como tampoco lo son los renovables si se usan en una tasa superior a su capacidad de recuperación. Ha ocurrido históricamente con el monte: el uso de la madera como combustible, para la obtención de brea, etc. ha puesto en tensión la conservación de la masa forestal. Hay innumerables episodios históricos de devastación forestal para la satisfacción de necesidades básicas o mercantiles. La gestión “sostenible” no es la regla en el mantenimiento del monte, en términos históricos. Siempre ha existido una pugna importante, que se ha resuelto en la mayoría de las ocasiones con la extinción de enormes masas boscosas a lo largo de la Historia de numerosas civilizaciones[2]. No existe una “convivencia” pacífica con el monte, sino un conflicto permanente entre su extinción y su conservación.

La “sostenibilidad” es una aspiración permanente, y un logro escaso, aunque ello no nos deba hacer renunciar a la misma: es la única fórmula para alcanzar equilibrios, y que éstos sean lo más duradero posibles.

En el caso del monte, se ha pasado de la presión histórica a su salvaguarda natural, así como a su abandono en la gestión humana integrada en agroecosistemas vivos. Los montes no pueden convivir con el hombre como espacios excluidos de su presencia, porque eso no es real. La interacción es inevitable, y lo que se debe hacer es recrear la fórmula más sostenible para que sea duradera, y no merme la posibilidad de mantener el recurso. Precisamente los incendios son fenómenos que pueden desencadenar procesos posteriores, y no se deben observar como fenómenos aislados: en una situación de “escasez”, que implica “desarticulación social”, “rapiña de recursos” y “desbaratamiento de las normas existentes”, un incidente puede ser revulsivo de una cadena de acontecimientos que deshagan la protección de un espacio, o la disponibilidad de un recurso (léanse, sabotajes a las infraestructuras).

La escasez de recursos naturales implica menos disponibilidad de recursos económicos reales. Como sabemos, vivimos hoy en una era de la abundancia de los recursos: quizás en el cenit o techo de su disponibilidad. Esta situación no se puede mantener, por razones de limitaciones físicas. Singularmente, como sabemos, la disponibilidad de energía barata será cada vez menor. Precisamente, lo que permitió al monte pasar a tener la consideración de espacio protegido fue esa abundancia energética: se pasó de la leña al gas natural, y del uso de los recursos forestales para la agricultura y ganadería de subsistencia, o para el empaque de plátanos, al plástico y al supermercado como abastecedor de alimentos. Lo que ha salvado al monte, pues, no es sino la abundancia de otros recursos que, en su combustión, ofrecían lo que hoy ofrecen los hidrocarburos.

Con la escasez en la oferta de hidrocarburos comienza una nueva era histórica, de transición más o menos abrupta hacia un camino, que guarda semejanza con otros periodos y lugares, pasados y presentes. Es la era del ajuste a una realidad de disponibilidad de recursos menor por persona. Con la escasez viene la búsqueda de alternativas, y en los procesos de “crisis” y “escasez” nadie repara en el medio o largo plazo, sino que se quieren solucionar las urgencias, aún a costa de mermar los recursos para el futuro. Así, si no hay agua, se extraerá al máximo de las reservas existentes, independientemente de que ello reste posibilidades aún mayores de abastecimiento para el futuro. Lo mismo ocurre con el monte: a falta de recursos alternativos y de mecanismos reguladores y de control, se usará el mismo como abastecedor de recursos, aunque su tala excesiva suponga menos recursos para el futuro, pérdida de suelo, recarga de los acuíferos, etc.

1. La crisis de escasez supondrá una crisis económica profunda: la escasez de recursos naturales supone subidas de precios, procesos de especulación, etc. como mecanismos reguladores de la demanda creciente ante la oferta declinante. Esta situación resquebraja el modelo de crecimiento económico convencional. Si estamos ante el declive del petróleo, que es el líquido principal de nuestra civilización, estamos ante un declive económico trascendental para la humanidad. La implicación principal de esta situación, a los efectos que aquí vemos, podría ser:

a. Aparición de situaciones de desempleo crónico y exclusión social, debido al ajuste de la demanda.
b. Violencia social, paralela a la crisis económica. Tendencia al sabotaje, a “tomarse la justicia por su cuenta”, etc.
c. Menos recursos públicos y privados para la “mejora” de los servicios públicos o para el mantenimiento adecuado de los existentes, tanto a nivel personal como mecánico.

Hay que tener en cuenta que las administraciones públicas tienen un nivel muy alto de endeudamiento y compromisos de prestación de servicios, algunos de ellos de carácter esencial. Precisamente, lo que ocurrirá en los próximos años es que se sufrirá un ajuste más o menos gradual, por descenso de la actividad económica que sostiene sus finanzas. Por otro lado, la concesión de más créditos para asumir nuevas obras, infraestructuras, etc. se endurecerá, por el claro problema de exceso de liquidez monetaria que existe. Tendremos administraciones que se irán desprendiendo de sus recién incorporadas prestaciones, para dedicarse a las esenciales: conservación y abastecimiento de agua, electricidad, limpieza de basuras, asfaltado de calles, servicios de policía, etc. El sobredimensionamiento de las dotaciones municipales, insulares, y de las demás administraciones tiene su origen en el sobredimensionamiento de la actividad económica que le ha amparado. En la medida en que descienda esta última, lo hará la posibilidad de atender con recursos públicos las contingencias que surgen en la administración del espacio público.

Los problemas de conservación de las infraestructuras, dotaciones, etc. serán evidentes. Se ven cotidianamente ejemplos de ello, con roturas de tuberías de abastecimiento, socavones en las carreteras, producidos por el uso intenso, o por pura obsolescencia; necesidad de sustitución de tendidos viejos, máquinas que llegan al final de su vida útil, etc.

Habrá menos disponibilidad para inversiones extraordinarias. El maná inversor público se irá reduciendo cotidianamente.

Este hecho afectará también a la gestión de personal y medios técnicos para la prevención y contención de incendios, y gestión de espacios públicos comunes. Uno de los efectos podría ser, por ejemplo, la interrupción del servicio por falta de abono de sueldos, o la huelga para el abono de mejoras salariales, o la carencia de materiales renovados al alcance para la realización del trabajo. En era de escasez, no es habitual recurrir a la prevención o a la planificación anticipada, y sí es posible, en cambio, la reducción de la disponibilidad actual de medios (realmente, tampoco esta es tarea que se haya prodigado en la era de la abundancia, todo ello sea dicho). Estamos hablando de un escenario de gestión “realista” de escenarios de creciente escasez: podemos afirmar que quizás nunca habrá tantos medios técnicos estables para la extinción de incendios, como hoy.

2. Se incrementa la presión sobre el monte en tiempos de crisis: si nos dirijimos hacia una depresión económica, es posible que, a medio plazo, se vuelva la vista hacia la utilidad de un recurso como el monte, como antaño, en forma de combustible. También es posible que la frustración vital a la que conduce un escenario de crisis, nos lleve a episodios de daño a los recursos comunes, como es el caso de los sabotajes, en forma de daños a las infraestructuras o zonas de uso común. Llega este escenario de crisis – en forma económica y energética, en estos momentos iniciales – en un momento de especial expansión: máximo crecimiento y máxima creación de empleo. La consecuencia de esta situación es la percepción social de que esta fórmula de crecer se puede mantener. Entender que esto no va a ser así supone un enorme esfuerzo o capacidad de renuncia por parte de muchos, que no están dispuestos a hacerlo. La resistencia, la incredulidad ante el devenir de acontecimientos de crisis, es lo contrario a la previsión y la preparación. Parte de esa presión sobre el monte vendrá, pues, de improvisar medidas de atajar, aún en el cortísimo plazo, el daño al propio monte.

Esta posibilidad nos es extraña hoy, debido a la meteórica subida de la actividad económica que hemos presenciado. Pero no indica este hecho que se pueda mantener ese ritmo, sino más bien que entramos en el “otro lado de la curva”, en el que existirá un descenso en la disponibilidad de recursos por persona. La “escasez” es la madre de la “desesperación”, y ningún recurso, infraestructura, servicio, etc. está a salvo de esta situación.

Los países que sufren cortes de suministro energético necesitan recurrir a otros recursos para calentar la comida, e iluminarse. Entre los episodios que se pueden vivir en las próximas décadas se encuentran, sin duda alguna, la posibilidad de interrupciones del suministro de combustible en las islas, debido al declive petrolero. Por motivos geológicos, la menor disponibilidad de crudo obligará a una disminución de los suministros, y ésta disminución se muestra, como ocurre ya en muchas zonas del mundo, en forma de interrupciones del flujo de crudo hacia los principales consumidores.

3. La presión sobre el monte puede carecer de mecanismos de control adecuados: hoy existe una desrregulación de de la relación de los habitantes cercanos al monte con éste; un divorcio entre el personal de medioambiente y la zona local donde se encuentra el monte (no es habitante de la zona; pone multas, etc.); y, finalmente, un desconocimiento del propio bosque y los tratamientos que recibía para la obtención de recursos.

En una “era de la escasez” debe haber una gestión múltiple de los recursos escasos, y una salida múltiple a las situaciones de conflicto y crisis. Si se incendia un monte, y no disponemos de máquinas suficientes, y además la población local desconoce el monte, las posibilidades de que el incendio sea más trágico se acentúan. Si tenemos a una población que interactúa con el monte, y necesita para su medio de vida de su conservación, sabiendo además que su pérdida no va a ser compensada con ningún maná público milagroso, tenemos un elemento que ayudará a la conservación. Hemos dejado, en la era de la abundancia, en manos de las grandes estructuras públicas, la gestión de un espacio ingobernable por sus dimensiones y características, sin la participación de la población cercana. Si falla el sistema de alerta, bombeos, tráfico de grandes cubas, posibilidad de contratar más retenes, etc. entonces estamos ante una peor situación si no tenemos disposición de la población cercana, y vinculación de ella al monte.

Por otro lado, aunque no existiera este riesgo de “escasez”, cualquier política realmente preventiva debe manejar diferentes posibilidades de atajar o luchar contra un incidente de este tipo: una de ellas es la implicación de la sociedad.

La Propuesta: la reagrarización de Canarias es inevitable. Las subidas de los precios alimentarios, el declive de los sectores clave de la economía de las últimas décadas – comercio, turismo y construcción – y la presión poblacional, llevarán a la población a retormar la actividad en el sector agrario. Este hecho puede tener lugar de forma dramática, en un intento desesperado de obtener alimentos sin haber retomado en su globalidad la actividad en el campo; o podría gestionarse una transición hacia la economía rural viva, que sea un elemento de prevención activo, junto a los agentes públicos, de la posible incidencia de incendios forestales. La defensa del monte, sin talar y sin quemar, es básica para la obtención de agua, combustible para personas y alimento y diversos productos para los animales, además de prevenir la erosión de los suelos, el recurso más escaso que tienen las islas. Una depresión económica, sin haber dispuesto mecanismos de control social, en forma de economía rural activa, es un detonante para la reducción dramática de la superficie forestal. Una población que defienda el monte de su pérdida, debido a que depende de su conservación para el mantenimiento de la actividad, es un elemento importante para evitar una mayor vulnerabilidad en el futuro.


2] PERLIN, John, Historia de los bosques. El significado de la madera en el desarrollo de la civilización. Gaia Proyecto 2050, 1999