viernes, julio 17, 2009

Almacenar crudo


Se suceden en diferentes partes del Planeta las decisiones para incrementar el almacenamiento estratégico de crudo y gas natural, siendo emblemático el proyecto – en plena ejecución - de China (y otros países asiáticos) de crear su propia gran reserva estratégica de combustible, siguiendo los pasos que en su momento iniciaran los países de la OCDE, tras la crisis de abastecimiento de 1973.

Efectivamente, en esos días, tras la decisión de los países árabes productores de limitar el flujo de petroleros hacia Europa y Estados Unidos, como respuesta al apoyo occidental a Israel en la Guerra de Yom Kippur, se prodigaron las colas en gasolineras y se tomó conciencia popular, probablemente por primera vez tras la Segunda Guerra Mundial, de la fragilidad del sistema en su conjunto si fallaba el suministro energético. La reacción a este evento por parte de los grandes países consumidores fue el de la creación de las reservas estratégicas de crudo, aunque algunas de ellas ya se estaban constituyendo, sirviendo de referencia la “Strategic petroleum reserve” de los EE.UU., implantada a partir de 1975, y que hoy almacena el equivalente a algo más de un mes de consumo de petróleo del país, teniendo en cuenta que este país ya importa casi dos de cada tres barriles de los que consume. El incremento de la volatilidad del precio del petróleo en los últimos años ha llevado a cuestionar el modelo de abastecimiento a la carta y en flujos ininterrumpidos de este recurso energético a los países consumidores del Norte, principales demandantes del mismo. Tras el colapso de los precios del oro negro en julio de 2008, y la debacle económica mundial, se han reproducido escenas de almacenamiento en alta mar del petróleo, a falta de demanda para su consumo, y se han tomado decisiones, en el marco de la OPEP, de reducción de la extracción, lo que no ha sido óbice para que inclusive en esos países, que obtienen la mayor parte de sus ingresos de la exportación de este recurso, se estén tomando también decisiones de almacenaje.

Este fenómeno, aparentemente inocuo, nos muestra un aspecto realmente trascendente de los cambios que estamos viviendo en la escena geopolítica y económica mundial. El acaparamiento es un primer síntoma de falta de confianza en el vigor y continuidad del sistema, como ya se viviera en las crisis energéticas anteriores. Es, indudablemente, también un negocio en ciernes, porque pone en posición de salida al acaparador, que sirve al mejor postor, en una transacción entre adictos (productores y consumidores) donde el intermediario puede alcanzar mejores pujas, consciente como es el gran negocio que la inestabilidad de suministro será un factor de importancia creciente en el futuro.

El modelo de abastecimiento ha funcionado hasta ahora con relativa normalidad, dentro de un escenario de constante crecimiento, únicamente interrumpido por breves episodios recesivos. Los países que extraían cada vez más petróleo eran la gran mayoría; como en los productos agrícolas, la abundancia de oferta creaba tensiones a la baja en los contratos, lo que no daba margen excesivo a los tratantes; había un ritmo siempre de ampliación de la demanda – el parque móvil mundial se ha multiplicado por varios enteros en las tres últimas décadas -, y las infraestructuras de almacenamiento y distribución tenían reciente creación o estaban en proceso de renovación más o menos gradual.

Hoy están mostrando serios síntomas de fragilidad varias piezas de este engranaje: ya hay casi tantos yacimientos de países en declive petrolero como los que aún incrementan su extracción, lo que nos trae a la recurrente meseta de producción del petróleo convencional – el más fácil de extraer y, por tanto, más barato – que vivimos desde el año 2005; este episodio histórico – pese a la enorme demanda mundial, no había capacidad para incrementar sustancialmente la producción desde ese año -, contribuyó a la espiral alcista de los precios que culminó el 11 de julio de 2008 – una fecha a recordar -, y dio paso a un descalabro importante de la economía financiera, insostenible por otro lado en su propósito de convertir todo lo que tocaba en burbuja.

El efecto cascada de la falta de confianza en el crecimiento está reduciendo de forma insólita la demanda, en medio de unas oscilaciones con pocos precedentes en la Historia del petróleo, lo que crea un exceso de capacidad que aterroriza a los nuevos inversores, tanto en nuevos yacimientos de combustibles fósiles, como en proyectos de ampliación de la capacidad eléctrica, de otros recursos energéticos, etc. Ya se están cuantificando en millones de barriles al día las cancelaciones de nuevas exploraciones e iniciativas de expansión de este sector, lo que agravaría, además, un factor de crucial importancia a medio plazo, y que no es otro que la necesaria y progresiva sustitución – por obsolescencia – de los pesados elementos de la cadena de abastecimiento energético y eléctrico, desde la extracción hasta el transporte, refinado y abastecimiento final.

La extensión de la práctica de almacenar crudo es, en ese escenario, una maniobra de reserva de combustible para las contingencias extraordinarias, que tienen todas las cartas para prodigarse en esta nueva era, y una protección contra las oscilaciones del precio del crudo, inevitables a partir de ahora por el creciente hueco entre oferta y demanda. Es una señal de que “no hay para todos” y que la subasta al mejor precio será la que logre sacar los barriles de sus almacenes para servirlo al cliente mejor situado. También, como no, una oportunidad para los oportunistas, como en todos los ríos que llegan revueltos. Está por ver, sin embargo, que estas maneras sirvan a la función de mantener el modelo de crecimiento que ha alimentado nuestras economías en las últimas décadas.

lunes, julio 06, 2009

El fin del trabajo


El economista Jeremy Rifkin publicó en 1994 “El fin del trabajo”, donde planteaba, a partir de un provocativo título, los problemas derivados del conocido proceso de sustitución de la mano de obra por la automatización de las cadenas productivas, un recorrido que tuvo su verdadero punto de partida con la introducción de los combustibles fósiles – el carbón del siglo XVIII – y la fastuosa nómina de máquinas que fueron diseñadas para canalizar ese baño de potencia energética extraída del subsuelo, hacia el incremento de la producción. A partir de ahí, y no sin resistencias de toda clase y condición, comienza un proceso imparable de asalarización y urbanización, que supuso la transición desde el mundo rural hacia el predominio de la factoría.

Diversos estudiosos de la energía han hecho la conversión del enorme suplemento de potencia del que disponemos en la actualidad, en una cifra de lo que se ha venido a denominar como esclavos energéticos: así, un individuo de la Europa actual tiene tras de sí al equivalente a cuarenta personas que trabajarían para él de forma continua, siete días a la semana. Las máquinas no son sino el instrumento que usamos para canalizar esa cifra que antes únicamente era accesible para los señores feudales y los emperadores, eso sí, en forma de siervos y esclavos de carne y hueso.

El uso masivo de máquinas – y su tendencia hacia la especialización - es, pues, una función de la energía disponible, y el empleo que hoy depende de aquélla – virtualmente la práctica totalidad – también lo es. Conviene recordarlo porque las ínfulas del crecimiento exponencial de nuestros servicios y productos nos han hecho olvidar rápidamente esta sencilla ecuación, y recurrentemente hablamos de la evolución a medio plazo de los mercados laborales obviando esta premisa fundamental.

El factor de la energía viene acompañado de la inercia demográfica actual, de crecimiento exponencial de la población en edad de incorporarse al mundo del trabajo. Estas dos tendencias – incremento de la energía disponible y de los demandantes de empleo – han podido convivir, con renqueantes episodios, en una continua tendencia ascendente, acelerada especialmente en la última década, en un episodio de difícil reproducción en el futuro. Así, por ejemplo, España aumentó de forma constante su población activa ocupada desde mediados de los años 90, en casi un 50%, justamente en la misma proporción, y no es casualidad, en que creció el consumo de energía (especialmente de petróleo) en el conjunto del país. Esta misma tendencia se ha reproducido en muchas realidades económicas y laborales del Planeta, aunque no de forma lineal ni progresiva, como a veces tendemos a pensar.

La actual crisis ha destapado la espita del desempleo de forma acelerada en el Mundo, ensañándose precisamente sobre aquéllas zonas de crecimiento más burbujeante en los últimos tiempos. La dialéctica empleo – capital ha roto sus suturas, como en otros tiempos de la historia contemporánea, y los asalariados están siendo expulsados por el fin de la energía barata y el consecuente raquitismo del préstamo y desvanecimiento de la burbuja de capital, sobre todo para los que están en la parte inferior de la pirámide económica.

La pregunta obligada es la del qué pasará después, algo que Rifkin también se cuestiona, de forma inquietante, en el libro de referencia. Como se ha reiterado desde las instancias internacionales, nos dirigimos sin solución de continuidad hacia una crisis energética estructural que pondrá límites, probablemente difíciles de superar, y más temprano que tarde, a la expansión del consumo de energía primaria en el Planeta. Desde luego, ese límite, si hacemos la regla del reparto per capita, parece estar ya a nuestros pies (las exigencias energéticas de la población mundial están creciendo de forma más veloz que la energía disponible), por lo que hoy la expansión del consumo energético de algunos – y, por tanto, la capacidad de crecimiento económico y de empleo - se estaría necesariamente haciendo a costa del decrecimiento energético y económico de otros.

El envejecimiento energético traerá consigo cambios espectaculares en el mundo laboral, de mantenerse la actual tendencia, sobre todo en forma de precarización y expulsión laboral que ya la Organización Internacional del Trabajo ha advertido se está produciendo en todas las latitudes. En el medio plazo, el cenit del petróleo supone un cenit de incorporación al mercado laboral más regularizado, salvo que se emprendiera un profundo proceso de reparto del trabajo unido a la disminución consensuada de la actividad y reorientación definitiva de sus propósitos, algo que parece muy lejano si partimos de los actuales esquemas de crecimiento económico que se quiere recuperar a toda costa. Evidentemente, es de muy difícil encaje el modelo de producción hoy dominante – basado en el crecimiento acelerado del consumo - , en un entorno de competencia por recursos decrecientes, y una de las principales víctimas de este conflicto pasa por ser, en las actuales circunstancias, el mundo del trabajo, claramente desarticulado por mor de la competitividad global y las ataduras al consumo conspicuo. Lo que hoy vivimos parece ser, visto en perspectiva, más que el “fin del trabajo”, el comienzo de un cruento proceso de incremento del lado oscuro de la aclamada lucha entre mercados y posición en el escalafón social de los más afortunados, que se plasma sobre todo en exclusión y dualización social, tendencia que tenemos la obligación de abordar y frenar, aunque bien es cierto que intentar hacerlo con las mismas terapias que crearon nuestro insostenible modelo productivo puede complicar aún más la vulnerable posición de los trabajadores y trabajadoras.