El desplome de la burbuja inmobiliaria se impone con la contundencia de los acontecimientos históricos. Supone la constatación del agotamiento definitivo de la capacidad de crecimiento del maremagnum urbanizador, que algunos creyeron infinito. Nada de suaves y posibilistas aterrizajes: los modelos explosivos y pantagruélicos, revientan. Se ha generado la mayor transformación de la historia del territorio en el conjunto de España y en Canarias, especialmente en la última década. El increible despliegue de empresas y creación de empleo – que llegó probablemente a su cenit en el primer trimestre del año 2007, con más de 140.000 empleados directos en las islas – no merece otro calificativo que el de revolución, la “revolución del cemento”. En virtud de la misma se han alimentado expectativas de ganancia insólitas, el consumo suntuario, y la conversión de un sector nada desdeñable de la población en acaparador de beneficios rentistas, sueldazos de albañil sin fines de semana libres, contratistas apañados con muchos billetes de 500, avariciosos vendedores de parcelitas, conversos desde la maltratada agricultura, y un largo etcétera. Adláteres a esta nueva pléyade de la particular fauna del crecimiento urbanístico tenemos a la alta y baja cocina y el gusto por la exquisitez y la novedad permanente, así como la recreación irrespetuosa de “lo tradicional”; también al imputado concejal de turno, la descomunal aparición de miles de empresas de moda, complementos y muebles de todo tipo de diseño; el spa y el narcisista jacuzzi popularizados; y, sobre todo, la televisión plana, el trasiego y atasco en un novísimo auto, y la genérica ilusión colectiva de que esta fantasía – que tiene también a sus perdedores – podía perpetuarse. Pero igualmente la multiplicación de la prostitución y las drogas de diseño, el placer de endeudarse y jugar a invitar con lo que uno no tiene, la generalización de la vanidad y el triunfo de la banalidad. En el fondo, el desplome inmobiliario es el del montaje ufano de un carrusel de hormigón armado, lleno de caricaturas de gente solvente, nuevos ricos y otros no tan nuevos y ya multimillonarios, armados de operaciones de financiación, pero de triste apariencia cuando carcajean a tumba abierta con cada nueva novedad del mercado. No puede generar pacífica felicidad tanta frenética construcción. Con todo, sin embargo, el problema mayor del desplome de la construcción ya no será el abandono de promociones, el creciente desempleo y la recesión económica, sino el aturdimiento que ha causado en las conciencias, y el contangio de la teñida y avariciosa pasión por la usura y el “todo vale”. Ese golpe mortal al espíritu ha engendrado el talante caprichoso y ansioso de una permanente voluptuosidad, propia de las ociosas e inútiles aristocracias: eso sí, sin dejar de padecer un ritmo de trabajo y esclavitud al consumo, la deuda y el estrés, propio de esquizofrénicos. Y así estamos.
Si en Canarias se construyeron 7.200 viviendas en el año 1980, apenas dos décadas y media después, en el año 2006, se iniciaron casi 33.000, que cuentan con cerca de ocho mil inmobiliarias para transar sin tregua con las deudas de la burbuja crediticia. Esta práctica quintuplicación de la actividad en cinco lustros ha supuesto que las islas tengan hoy 130 viviendas por kilómetro cuadrado, una por cada dos habitantes de las islas y, sobre todo, ha generado y soportado el crecimiento económico insular. Evidentemente, no hay falta de espacio para vivir, sino pública inmoralidad acaparadora de techos. Se han construido “hogares” para ganar mucho, en poco tiempo, y así seguir construyendo cada vez más. No estamos, pues, realmente frente a hogares, sino ante enormes objetos de consumo y acaparación. Se han edificado sitios vacíos de contenido, aun convertidos en templos de ofertas y tributos al individualismo; comunidades que viven de reproducir más comunidades de consumo cada vez mayores, y que emplean esfuerzos en convertir a las islas en el patético sueño americano del continente africano, eso sí, exigiendo, con cada subida de interés, una cuota cada vez mayor de sacrificio para abonar el imposible mantenimiento de la procesión del desatino inmobiliario.
¿Cómo viviremos esta despedida de la marea del cemento? Evitar asomarse al otro lado de la curva del declive económico forma parte de nuestra posmoderna condición de “vivir el día a día”. Es sabido que defenderse así del futuro no conlleva sino más frustración y arrastrar penalidades mayores. Por eso es conveniente que hablemos claramente de este fenómeno transitorio de la revolución del cemento que, de forma acelerada, ha llegado y, también apresuradamente, ya se está despidiendo de nosotros.
Juan Jesús Bermúdez
viernes, julio 27, 2007
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