viernes, junio 29, 2007

¿Por qué duerme la población y el sector agrícola ante la extinción de la actividad agropecuaria canaria?


Reflexión con el ánimo de contribuir a mejorar las cosas.

El dramatismo de la desaparición de la actividad en el campo de Canarias no tiene parangón. No se trata de una “reconversión” de sector alguno, ni de reformas estructurales, sino del desmantelamiento y clausura en toda regla de una actividad básica para cualquier sociedad. Quizás no percibamos la enormidad de la pérdida hasta que transcurra un tiempo, cuando nos toque vivir las vacas flacas. Es la ya clásica referencia a la mirada por el retrovisor, que usan los expertos en energía para hablarnos de cómo percibiremos el comienzo del declive del petróleo: cuando éste ya haya tenido lugar.

Pero, ¿es que no nos damos cuenta de lo que perdemos? Evidentemente, la muerte de una actividad como la de que hablamos – que apenas aparece ya en el controvertido PIB insular – es una cuestión que nos atañe a todos y todas, pero, singularmente, a los que hoy viven directamente de ella. Por eso sorprende la atonía social generalizada que existe frente a esa muerte agónica del suelo agrícola, la disponibilidad del agua para cultivar y el cercamiento que sufren las áreas cultivadas en manos de la revalorización inmobiliaria. Con el declive energético, vendrá el declive alimentario, y Canarias pasará, pues, por episodios de cada vez mayor inseguridad alimentaria: menos alimentos para más población, y lo viviremos.

Creo que una de las respuestas a este fenómeno es que el “sector” se ha vuelto “sector”: me explico. Las sociedades del mundo, hasta bien entrado el Siglo XX, eran eminentemente agrícolas y ganaderas. La supervivencia de la mayoría estaba centrada en la obtención de alimentos, de forma más o menos precaria, sin añadir una connotación negativa, necesariamente, a la “precariedad” vital en la que se ha vivido siempre, en la búsqueda de lo necesario para vivir. Además de las relaciones de mayor o menor dependencia establecidas por el régimen económico de cada época, las personas vivían en el campo, iban a buscar agua a alguna fuente, sorribaban y hacían las labores de cultivo con animales y a mano, conservaban alimentos, obtenían sal, buscaban leña, etc, etc. Era la inmensa mayoría de la población la que hacía esas labores, y esto ha ocurrido casi siempre. Sólo en estas últimas décadas se ha invertido la tortilla, y lo que antes era una minoría urbana, militar y comerciante, se ha convertido en una mayoría social asalariada, en servicios que antes eran de una importancia exigua (turismo de masas, masivos intercambios monetarios, consumo suntuario, transporte, etc). Ese estrepitoso cambio ha venido de la mano del crecimiento exponencial, a una velocidad acelerada, lo que ha contribuido a situarnos, en pocas décadas, de forma insólita, ante un panorama de “sectores económicos” irreconocible por nuestros abuelos (por lo demás, como sabemos, la caducidad de ese modelo está a la vuelta de la esquina, y viviremos todos sus consecuencias).

Para asimilar ese cambio fulgurante, se han forjado – como parte de un aparato ideológico desinformativo de amplio alcance - las “macromagnitudes económicas”: surgió el PIB, un reciente invento[1], y surgieron los “sectores económicos”, pretendidamente autónomos, inclusive en competencia entre ellos, y destinado cada uno a sobrevivir en un entorno crecientemente globalizado. Se puso a competir al artesano con el agricultor, y al industrial con el zapatero, en lucha abierta y ausente de toda lógica que no fuera la del saldo monetario[2].

El problema es que hemos confundido la realidad con la escenografía macroeconómica convencional, que pretende reducir a valores monetarios – y, por lo tanto, intercambiables en un mercado “ascéptico” – la complejidad de las relaciones socioeconómicas existentes y, sobre todo, contribuye a esconder lo esencial bajo el paraguas de los balances contables.

Así, han surgido los “sectores económicos”, bien delimitados – todo ello para darles cabida en sus correspondientes asientos de datos y legitimar algunas más que dudosas medidas – y en una supuesta igualdad. Cuando se “sectoriza”, para dar sentido al Producto Interior Bruto, se pone sobre el mismo tablero al servicio en un hotel con el cultivo de papas, o al refino de petróleo con los restaurantes de lujo: cada actividad debe formalizarse – si no, simplemente, no existe, o es censurada con el estigma de la “economía sumergida o irregular” – y traducirse al lenguaje econométrico, donde, por arte de birlibirloque, adquiere el carácter de “actividad económica” y se sitúa en la línea de salida de la frenética carrera del desarrollo, cada uno con sus “especificidades”. Esta invención de la economía convencional es el caldo de cultivo para la justificación del intercambio aparentemente inevitable entre sectores: si han sido todos valorados bajo el mismo paraguas, ¿por qué no intercambiar sus fuerzas, atendiendo a la “normal evolución” que deben tener las economías “desarrolladas”?

Claro que, como sabemos, las reglas de la carrera entre sectores productivos, favorece a unos más que a otros. Sobre todo, favorece el lucro inmediato, porque la ganancia rápida – yo diría que la usura – es la sacrosanta medida de todas las cosas en nuestro entorno socioeconómico. Goza de tanta legitimidad social que los “sectores” se autoinmolan cuando no son suficientemente “lucrativos”. Es quizás la enfermedad más poderosa de nuestro tiempo: la inoculación en las mentes de las personas del virus del mercado ganador, lo que implica aceptar las reglas de una carrera que genera, por sistema, perdedores y cada vez en mayor medida, y sobrevive repartiendo migajas en épocas de abundancia.[3]

Así, si algo no es rentable – y la rentabilidad viene marcada por esa ganancia “mayor que” – palidece, o desaparece, y es sustituido por otra cosa que sí es rentable, aquí y ahora, abrazando así el “carpe diem” frívolo de nuestras relaciones sociales.

Darnos cuenta de que esa “rentabilidad” viene con cartas marcadas y es fruto de una perversión tremenda es uno de los grandes retos, para aprender a rebelarnos, si es que queremos afrontar con perspectivas el desarme de la actividad en el campo.

No son intercambiables los “sectores”. Antes, no existían: todo, o casi todo, era actividad cotidiana agropecuaria. Abarcaba un importantísimo lugar en el conjunto de las vidas de la mayoría. Lo demás era lo minoritario. Debemos diluir la barrera mental del “sector”, impuesta por los economistas convencionales “de la Tierra plana”. Si no, permaneceremos acomplejados ante sus manuales de contabilidad nacional. Las relaciones agropecuarias deben volver – volverán – a ser la esencia de las relaciones económicas, porque siempre lo fueron. La anécdota del turismo de masas, la movilidad hiperbólica o la explosión inmobiliaria son eso: accidentes en un océano histórico de actividad en el campo, que antes lo era todo, y no un relicto paisajístico a preservar para el disfrute del urbanita, como ridículamente se intenta hoy disfrazar al espacio que siempre alimentó a la mayoría.

Lo que queda, pues, es recuperar terreno permanentemente, tanto es lo que nos hemos alejado del original papel del “sector”. Preguntar en voz alta: ¿quién alimenta a los que aquí viven? ¿qué ocurrira cuando esta forma de alimentarnos decline, con el declive del petróleo?[4] ¿qué ha quedado de lo que antes era esencial, para nuestra supervivencia?

Mi impresión es que el “sector” tiene que pasar a ser agente social que entienda su papel histórico protagonista en la actualidad, si es que quiere asumir ese papel. La comida será cada vez más cara – por mucho que hoy las ofertas inunden los hiper y las despensas ciudadanas – y cada vez será más importante tener tierra. A nadie se le puede exigir más que lo que quiera o pueda dar. Por eso muchos agricultores han vendido sus tierras para hacer promoción de adosados, y por eso muchos otros han abandonado la actividad, ante la presión social y económica que los ha marginado. Y, otros, siguen resistiendo. Quizás sea excesivo, entonces, pedir comportamientos heroicos, en una época de rendiciones. Pero también es cierto que, si se da, la “revuelta agraria” sólo nacerá de quienes conocen el campo y su importancia para nuestra vida: de lo contrario, no nacerá. Los “sonámbulos” urbanitas carecen mayoritariamente de criterio hoy para entender ésto, porque su intermediación con el campo es a través de un parking subterráneo en un supermercado, y así es imposible entender las cosas en su justa medida. O, mejor, se puede entender, pero la blindada comodidad del mando a distancia bloquea mentes con una espléndida eficacia.

Ese es el reto que tienen los que, pese a todo, siguen en pie, cultivando. Rebelarse. Entiendo que encontrarán cada vez más apoyos, porque la profunda crisis socioeconómica en la que estamos entrando generará despertares de conciencias hoy encandiladas ante el consumismo, el mismo que les dará una patada en el trasero en forma de expulsión del mercado laboral y marginación social. Pero es importante que sepan que hoy sólo los que están vinculados aún al campo, están en condición de protestar y liderar el imprescindible y urgente bramido, en voz alta, por la recuperación de la actividad agrícola moribunda, ante la mayor ignominia que se puede cometer en la Historia de cualquier pueblo: la muerte de la actividad para alimentar a la población.

Juan Jesús Bermúdez
Junio de 2007




[1] El Diccionario del desarrollo constituye un documento de referencia ineludible para el cuestionamiento de la construcción ideológica del crecimiento, el progreso y el “desarrollo”. Aquí: http://www.ivanillich.org/Lidicc.htm
[2] Ese proceso ha sido descrito magistralmente por el economista británico Karl Polanyi, autor de “La Gran Transformación”, y aquí glosado por el profesor Carlos Prieto: http://www.ucm.es/info/socio1/prietokp.html .
[3] Una de las cuestiones más controvertidas y penosa, en este sentido, es la masiva conversión a la dependencia de la población, en una danza suicida hacia el abrazo de lo crematístico: nos hemos vuelto frágiles, y en nuestra vulnerabilidad está buena parte de la pérdida de dignidad e identidad de una comunidad.
[4] Canarias, hacia la economía y sociedad agraria. http://decrecimientoencanarias.blogspot.com/2007/06/canarias-hacia-la-sociedad-y-economa.html

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