Numerosos países del Mundo desarrollado están registrando en su seno movilizaciones de los agricultores, ante la convergencia de los problemas que acompañan la crisis económica y financiera internacional. Básicamente, la rentabilidad de las actividades ha descendido, frente a algunos costes que se mantienen altos en relación con las cifras anteriores a la crisis. La guerra por el bajo coste de los alimentos que han emprendido las grandes distribuidoras, en su pugna por mantener cuotas de mercado en este periodo de contracción del consumo e incremento del desempleo, está teniendo como principales víctimas a una parte importante del sector primario, que ha visto en poco más de dos años cómo el “rally” alcista de los precios de los alimentos se ha desvanecido, pese a que los costes de financiación, combustible, transporte, fertilizantes y otros insumos no registran tantos descensos, lo que reduce los márgenes de beneficios o cuestiona directamente el mantenimiento de algunas actividades agropecuarias.
Los precios de los alimentos, en términos reales, iniciaron desde hace casi medio siglo una senda de declive que se mantiene aún hoy en las zonas de mayor renta. Los increíbles incrementos de la productividad agropecuaria desde los años 60 del pasado siglo generaron gran abundancia en el suministro de materias primas agrarias, gracias a los bajos costes de toda la cadena de producción, apoyado por las administraciones públicas norteamericana y europea, que promovieron la mayor reconversión agraria de la historia, con el abandono masivo del campo hacia las grandes conurbaciones, y la especialización mecanizada de la actividad, que hoy está concentrada en porcentajes de la población activa que, en el mejor de los casos en los países ricos, alcanza el 5% del total. Todo ello alimentó el bajo coste agrario, con una estructura de costes que se tambaleó hace unos pocos trimestres.
La burbuja del precio de las materias primas que culminó en julio de 2008 supuso un antes y un después para muchas actividades económicas, entre ellas la agrícola. La sequía del crédito resultó más letal que la pluviométrica, y ha desdibujado la tendencia que parecía consolidada, sobre todo a favor de los consumidores y los intermediarios, de mejora o, en el peor de los casos, estabilización de la renta agraria.
La consecuencia de la crisis agropecuaria y el descenso de rentabilidad frente al incremento de los costes generan una peligrosa espiral de desinversión en el sector que, unido a la evidente falta de relevo generacional y, entre otros factores, la pérdida de márgenes de crecimiento en los rendimientos de las cosechas que se viene registrando, puede ocasionar problemas reales de estabilidad de la cesta de los alimentos a medio plazo. Hay que tener en cuenta que la crisis económica que vivimos (también, por tanto, la del poder adquisitivo por parte de los compradores) puede prolongarse de forma importante, dado que existen varios factores cuya importancia está evidenciándose en los últimos años – singularmente el acceso cada vez más exigente a los finitos recursos energéticos, minerales y el mismo suelo de cultivo, etc. -, que dificultarán el retorno a la creciente senda del crecimiento que habíamos conocido en las anteriores décadas.
Podemos decir que hemos vivido con bajo coste agrario hasta ahora, pero que esa etapa tiene costes crecientes, que cuestionan su mantenimiento. Resulta paradójico que la sociedad de la revolución digital vea cómo su sector primario contempla con escepticismo su propio futuro, y considere el abandono de la actividad principal de cualquier sociedad. La continuidad de la crisis requerirá, probablemente, y frente a la tendencia actual, una nueva intervención pública reforzada en el sector primario, así como un incremento de los precios de los alimentos y reducción de los márgenes en la cadena de distribución, en una renta doméstica que está registrando ya una sorda reestructuración de sus prioridades del gasto, para adaptarse a una nueva era en la que el acceso barato a los alimentos irá dejando de ser una obviedad.
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