Es curioso (e inquietante) que quienes antes nos hablaban de suave desaceleración no vean hoy sino problemas, pero más delirante es que los mismos que ahora logran ver agujeros negros – cuando ya estamos virtualmente en ellos – atisben ya, sin explicarnos porqué, una salida mágica al atolladero, por obra de los milagrosos ciclos del mercado. Suponemos que habrá que empezar a desconfiar de quienes se mostraban ufanos calificando de agoreros a quienes advertían del advenimiento de la situación de crisis, llegan despúes tarde a los diagnósticos y análisis de la misma, y, por último, transmiten ciega confianza en las maravillas maravillosas de los designios del mercado para recuperarnos de los problemas (problemas que, evidentemente, aún no están ni siquiera comenzando a sentirse verdaderamente en las economías ricas). Como explica Marcel Coderch, estamos ante actos de fe, y el fundamentalismo que criticamos para otros se impone aquí, con poco margen para la discordia, so pena de ser expulsado de los templos sagrados del análisis y prospección económica.
Es normal, por otro lado, que se yerre en los análisis cuando se parte de supuestos que, cuando menos, podríamos calificar de dudosamente anclados a la realidad. Como rezaba recientemente un artículo del profesor Robert Nadeau, en Scientific American, las bases teóricas del pensamiento económico neoclásico que hoy preside las decisiones más importantes sobre el uso de los recursos, las políticas monetarias, etc. tienen su fundamento en una interpretación errónea del concepto económico de utilidad, que los economistas de mediados del S. XIX quisieron identificar miméticamente con el principio de conservación de la energía expresado por el físico Hermann-Ludwig Ferdinand von Helmholtz, principio según el cual la energía ni se crea ni se destruye, sino que se transforma. Y es que este axioma es, a su vez – pero esto último fue ignorado por los teóricos economistas neoclásicos -, complementario con la formulación de la segunda Ley de la Termodinámica, que establece que en esos procesos de transformación siempre hay disipación, pérdida de “calidad” en forma de calor, que es en sí mismo una manifestación de energía, sí, pero inhábil para la realización de trabajo y, por tanto, “no útil” para generar valor en el ámbito de la economía.
La economía dominante – no así los economistas ecólogos, como el eminente Georgescu Roegen, que advirtió hace décadas del extravío del análisis que se estaba realizando –, entonces, obvió la segunda Ley de la Termodinámica (Ley de la Entropía) concibiendo, ¡como se sigue enseñando en las facultades!, el ciclo económico como un flujo circular, cerrado y perfecto de inversión, producción y consumo, sin pérdidas. Esta percepción no es real, porque en la vida el tiempo cuenta, nada pasa en balde, y cada vez que transformamos algo, disipamos, en forma de residuos y calor, algo que sale del circuito de la utilidad. De ahí la insistencia de los conocedores de los límites físicos en la conservación, el ahorro e, inclusive hoy, el decrecimiento, para evitar el agotamiento de la calidad de los materiales y recursos energéticos finitos.
Claro está que la visión expresada por estos economistas más realistas exigiría renunciar al crecimiento exponencial como objetivo sagrado de la política. Y bien es cierto también que la organización socioeconómica actual necesita de ese falseado marco teórico para justificar sus decisiones imposibles, aunque sea evidente que el destino final de ello es el colapso y ajuste pertinente. Lo peor, con todo, ya no es que los economistas convencionales prediquen, oráculo en mano, crecimientos infinitos en un Planeta finito, ignorando leyes de la física con más de 150 años de vigencia.; es más preocupante que la soberbia incontinencia implícita en ese planteamiento expansionista haya inundado el pensamiento mayoritario de la sociedad, que ha pasado vertiginosamente de enfundarse en actos de contricción – hoy denostados como fruto de la represión y el ostracismo – al asalto de la insatisfacción y la avaricia como leitmotif de una generación que se está dando de bruces con la penitencia que traen todos los excesos.
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